Agradezco a mi gran amigo Enrique Iglesias y a nuestros anfitriones españoles por ofrecerme la oportunidad de dirigirme a ustedes esta tarde y compartir algunas ideas sobre la cooperación entre Europa y las Américas en la construcción de la democracia. El fortalecimiento de la democracia es, como bien saben, el corazón del quehacer de la Organización de los Estados Americanos.
Primero una mirada al estado de la democracia en nuestra región: en los diez años que han transcurrido desde que en 1999, en Río de Janeiro, se realizó la primera Cumbre de Presidentes de América Latina, el Caribe y la Unión Europea, hemos realizado avances en materia de ejercicio de la democracia en la región de América Latina y el Caribe.
Creo que nadie objetará si digo que hoy tenemos más democracia que hace diez años y mucha más que hace un cuarto de siglo. La expresión más substantiva de esta democracia se encuentra en los procesos electorales. Sólo el año pasado, en 2009, tuvieron lugar dieciocho de esos procesos, los que dieron lugar a veinticuatro elecciones en la región. De ellos seis fueron comicios presidenciales en América Latina, cuatro fueron referéndums y uno fue parlamentario con efecto directo en la constitución de gobiernos en países del Caribe y América Central. En todos los Estados miembros activos de la OEA gobierna en este instante un hombre o una mujer elegido o elegida democráticamente por su pueblo. Eso, sin duda, representa un gran cambio respecto de tres décadas atrás, cuando no había democracia en casi ningún país de la región.
La realidad del ejercicio de la democracia contemporánea, no sólo en nuestra región sino en el mundo, ha llevado a plantear, sin embargo, la cuestión de si basta el origen electoral de un gobierno para calificarlo de democrático o si no les es exigible también un ejercicio democrático de ese poder que la elección les ha otorgado.
Ya en 1997 Fareed Zakaria – actual editor de la revista Newsweek – cuestionó el carácter de muchas democracias viejas y nuevas señalando que, si bien se originaban en mayorías electorales, luego adoptaban políticas reñidas con el concepto de democracia liberal al suprimir o limitar a la oposición, violentar la separación de poderes o atentar contra los derechos humanos y libertades públicas esenciales. En otros términos estos gobiernos eran elegidos por voto popular y, a poco andar, a veces incluso respaldados por la mayoría, cerraban parlamentos, reprimían a la oposición, restringían la libertad de opinión, intervenían los tribunales de justicia violentando su independencia, etc.
Desde entonces el debate se mantiene vigente y quizá se ha acrecentado debido a la intensificación de esta experiencia por gobiernos que el propio Zakaria calificó como “Iliberales”. En nuestra propia región se vive la realidad de gobiernos para los cuales la tentación de modificar las normas que rigen la duración de los mandatos y la reelección surge cada vez que se ve en ellos una posible ventaja política, mientras se modifican con frecuencia leyes que regulan aspectos fundamentales de la democracia, incluso el ejercicio de las libertades públicas. La explicación para justificar esta tentación es siempre la necesidad de “concluir una tarea” o de enfrentar crisis urgentes en la sociedad. Pero al cambiar las instituciones y normas con estos fines, se debilita la institucionalidad y, por ende, la democracia que se dice defender. Aunque el éxito político tiene que ver con resultados, estos no pueden ser la única justificación para cambiar las reglas y buscar cualquier forma de prolongar un gobierno. En democracia, todo poder debe tener límites; de lo contrario, los gobernantes sustituyen a las instituciones, dando lugar a un “cesarismo” ya conocido en otro tiempo en el hemisferio.
Paradojalmente, sin embargo –y ya explicaré por qué utilizo la expresión “paradojal”-, para el Sistema Interamericano el problema planteado originalmente por Zakaria ya fue resuelto por lo menos en el ámbito jurídico, al aprobar nuestros países, reunidos en Asamblea General Extraordinaria de la OEA el 11 Septiembre de 2001 en Lima, la Carta Democrática Interamericana, que adopta de manera inequívoca la interpretación de que la democracia es tanto de origen como de ejercicio y que, para llamarse democrático, un gobierno no debe solamente ser elegido democráticamente, sino gobernar democráticamente.
Una breve revisión de los conceptos principales de la Carta Democrática Interamericana pone de manifiesto esta definición. Ella proclama, en su primer artículo, el derecho de los pueblos a la democracia y luego, en su artículo 2, establece como bases de esa democracia, la representación (democracia representativa), el estado de derecho y la existencia de un régimen constitucional, agregando luego que esta democracia se refuerza con la plena participación de la ciudadanía, en el marco de la Constitución y la ley.
A continuación (art. 3), la Carta enumera los “elementos esenciales” de la democracia, agregando a la celebración de elecciones periódicas, libres, justas y basadas en el sufragio universal, otras características como el respeto a los derechos humanos, el acceso al poder y su ejercicio con arreglo al estado de derecho, el pluralismo en los partidos y las organizaciones y la separación de los poderes públicos.
El artículo 4 completa esta definición inicial con una definición del pacto democrático, al demandar la subordinación de todos a la autoridad civil y los poderes públicos, pero exigiendo al mismo tiempo como contenidos del ejercicio democrático, la transparencia, la probidad, la responsabilidad en la gestión pública, el respeto a los derechos sociales, la libertad de expresión y de prensa.
Vale la pena leer la Carta en su integridad. Pero lo dicho hasta aquí basta para señalar que, yendo al extremo opuesto de la pura democracia electoral, la Carta Democrática Interamericana es, en realidad, un programa político para la “república democrática”, un sistema político complejo, compuesto de ciudadanos y ciudadanas responsables, que generan sus autoridades por medio de elecciones, con plena participación y dotados de derechos inalienables; y de un gobierno de leyes más que de personas, cuya legitimidad se funda en la transparencia, el buen gobierno y el pleno respeto a los derechos ciudadanos.
Para reforzar este carácter programático, la Carta señala que la democracia y el desarrollo económico y social “son interdependientes y se refuerzan mutuamente” (art.5) y desarrolla esta noción para enunciar cómo la falta de desarrollo y equidad, la discriminación, el analfabetismo, la pobreza, la falta de respeto por los derechos de trabajadores y mujeres, son factores negativos para la consolidación de la democracia.
Parece innecesario decir que este conjunto de requisitos democráticos no se cumple por completo en ninguno de nuestros países, ni en ninguna parte del mundo. Por eso hablamos de un “programa”, un ideal al cual se aspira y que siempre puede ser perfeccionado.
Pero el riesgo de la “iliberalidad” no es el único que amenaza a la democracia en las sociedades de América Latina. En sociedades tan desiguales como las nuestras es común que los sectores dominantes miren con aprensión cualquier proceso de reforma. Los intentos por corregir un proceso democrático por vías no democráticas fueron comunes en nuestro hemisferio en la primera mitad del siglo pasado y, contrariamente a lo que muchos piensan, no se han extinguido por completo. Pasada la época de los gobiernos dictatoriales de “seguridad nacional”, de mucha mayor brutalidad y duración, el “golpe correctivo” parece una opción pretoriana interesante, como lo demostró el reciente golpe en Honduras.
Lo que tienen en común la crisis hondureña y otras crisis experimentadas en el período reciente en la región, cuyo origen a su vez es fácil de reconocer en situaciones de “iliberalidad”, es el hecho que todas ellas se sustentan en la insuficiencia e incluso la ineficacia de los sistemas de gobierno en muchos de nuestros países. Para resumirlo me atrevo a afirmar que, en mi opinión, la mayoría sino todas las crisis políticas que hemos vivido en la región recientemente encuentran origen, de manera principal, en el muy importante déficit de gobernabilidad que todavía nos caracteriza y no en diferencias ideológicas irreconciliables.
También creo que el equivalente, en el sistema multilateral, de esa falta de gobernabilidad en nuestros Estados, son las limitaciones de las que adolecemos para intervenir de manera preventiva cuando ciertas crisis de gobernabilidad se manifiestan en ellos. De ahí la aparente paradoja a la que hacía referencia antes pues, si bien las cuestiones esenciales relativas a la democracia en nuestra región se han resuelto en el plano jurídico con la aprobación de la Carta Democrática Interamericana, no ocurre lo mismo en el plano político y, fundamentalmente, en el plano político multilateral.
Me quiero referir en particular a esta última situación, usando como ejemplo justamente la situación de Honduras. Como todos saben, inmediatamente después del golpe de Estado en ese país y en cumplimiento del artículo 21 de la Carta Democrática Interamericana, la Asamblea General de la OEA aprobó una resolución para suspender a Honduras del ejercicio de su derecho de participación en la OEA y encomendó al Secretario General facilitar, con representantes de varios países, el diálogo y el restablecimiento de la democracia y el estado de derecho en Honduras.
En los meses que siguieron al golpe de Estado, el gobierno de facto y el Presidente Zelaya no llegaron a ningún acuerdo y unas elecciones presidenciales que ya estaban previstas y en marcha antes del golpe se llevaron a cabo el 29 de noviembre de 2009, sin la restitución del Presidente constitucional José Manuel Zelaya al poder. Luego de la elección e instalación de Porfirio Lobo como nuevo Presidente de Honduras, sólo nueve de los treinta y cuatro Estados Miembros de la OEA han manifestado explícitamente el reconocimiento de su gobierno y Honduras continúa marginado de la Organización.
¿Por qué no se pudo hacer más, desde la OEA, para restituir la institucionalidad democrática en el país antes de que el presidente Lobo fuera electo? Y sobre todo ¿por qué no se pudo hacer más si se contaba con el marco jurídico de la Carta Democrática Interamericana que es completamente asertiva respecto de estos temas? La respuesta dice relación con una de las características esenciales no sólo de la OEA sino de todos los organismos multilaterales: porque la OEA, como todos los organismos multilaterales, está conformada por Estados soberanos y el respeto a esa soberanía impone límites. Se puede suspender a un país de la Organización, aislarlo internacionalmente o imponer sanciones económicas pero siempre dentro de ciertos límites.
Por otra parte la Carta Democrática Interamericana define los elementos esenciales de la democracia y provee a los gobiernos de un esquema para guiar la acción colectiva cuando la democracia se encuentra bajo amenaza, pero no abre espacios para acciones preventivas. Además si bien establece la necesidad de la mediación por intermedio de lo que describe como “gestiones diplomáticas adecuadas” y “buenos oficios para promover la normalización de la institucionalidad democrática”, no establece ningún procedimiento al efecto ni faculta al Secretario General a tomar iniciativas en ese terreno. Como, por otra parte, ni la Carta Democrática ni la Carta Fundacional ni ningún otro instrumento jurídico de la OEA permiten a otros poderes del Estado, distintos del Ejecutivo, apelar a esos mismos instrumentos, las posibilidades de acción preventiva o diplomática se ven aún más limitadas.
Por contraste, la Carta Democrática es totalmente explícita en el procedimiento que se debe seguir para sancionar al Estado en que se ha producido la ruptura del orden democrático –un procedimiento que, dicho sea de paso, es bastante expedito- así como en la definición de la sanción que se debe aplicar.
En ese marco fue que los Estados de las Américas debieron proceder ante la ruptura flagrante del orden democrático en uno de ellos; una ruptura, por otra parte, que por sus formas recordó penosamente algunos usos del pasado, sobre todo por la aplicación abusiva de la fuerza y el vejamen a un presidente constitucional. El resultado fue la decisión de marginar a ese Estado de la Organización antes de que pudiera desplegarse completamente la facilitación del diálogo y otros esfuerzos que podrían haberse utilizado a objeto de buscar la restitución de la democracia antes de las elecciones presidenciales.
Mi opinión personal es que la aplicación de esta sanción tuvo un efecto positivo, porque en torno a esa decisión se unificó plenamente a toda la Comunidad Internacional. Ningún país del mundo reconoció al gobierno de facto de Roberto Micheletti y, en ese marco, todos los organismos internacionales y agencias de cooperación bilateral suspendieron su relación con Honduras. Debo reconocer también, sin embargo, que nuestra acción en resguardo de la democracia habría sido mucho más efectiva si hubiéramos podido actuar -con “gestiones diplomáticas adecuadas” o “buenos oficios”, como establece la Carta Democrática- antes de que la crisis hubiese llegado a su punto de ruptura.
En el caso de Honduras, empero, esa intervención previa no fue invocada a tiempo. Como he señalado, la OEA depende del requerimiento del poder ejecutivo para actuar. Así ha ocurrido en otras ocasiones en que una intervención preventiva pudo evitar una crisis mayor. Ocurrió en Ecuador en 2005, en Nicaragua el mismo año, en Bolivia en varias ocasiones y en Guatemala en 2009, cuando los gobiernos recurrieron a tiempo a la Carta Democrática Interamericana. Pero cuando el gobierno de Honduras la invocó, la ruptura de la democracia ya estaba inevitablemente en marcha.
En consecuencia, la lección que nos deja la ruptura del orden institucional en Honduras es que debemos comenzar a examinar seriamente procedimientos más rápidos y más flexibles para llevar temas críticos a la Organización de los Estados Americanos. De esa manera ésta podría actuar de manera preventiva en situaciones que, como también he dicho, expresan principalmente escenarios de ingobernabilidad antes que de conflicto ideológico.
Entre los Estados Miembros de la OEA ya se escuchan voces que demandan algún mecanismo de monitoreo y alerta temprana que permita esa intervención rápida y preventiva. Algo que, desde luego, sólo podrá hacerse en el marco del respeto al principio de no intervención y de soberanía de los Estados. En mi opinión uno de los principales desafíos del multilateralismo contemporáneo es, justamente, encontrar el adecuado balance entre el respeto de esos principios y la obligación de proteger la democracia.
Otro procedimiento muy útil al mismo efecto podría ser un entendimiento o interpretación de la Carta Democrática que permita extender la capacidad de apelar a ella a todos los poderes del Estado y no sólo a su rama ejecutiva. Estoy convencido que ello permitiría aplicar con mayor eficacia la propia Carta, aún en su forma actual y sobre todo en situaciones análogas a aquellas que antes he descrito –utilizando la definición de Zakaria- como “iliberales” o de ejercicio no democrático de un poder democráticamente generado.
Todas estas son materias que, desde luego, deberán discutir los Estados miembros de la OEA aunque sus proyecciones, como he dicho, se extienden en mi opinión a todo el sistema internacional multilateral. Para ese debate ya se cuenta con un importante antecedente: la población de los países de América Latina y el Caribe reafirma de manera creciente su compromiso con la democracia pues, según el último Informe de Latinobarómetro, desde la salida de la crisis asiática en 2003-2004, la satisfacción con la democracia en América Latina se ha incrementando en promedio desde un 29% a un 44% en el año 2009. Asimismo, la confianza en los gobiernos ha aumentado, también en promedio, de un 19% el año 2003 a un 44% en 2008. Latinobarómetro informa, igualmente, que el 62% de los habitantes de la región afirma que no es probable que haya golpe de Estado en su propio país.
A ello se debe agregar, por otra parte, la importante expansión que han tenido durante el período reciente las organizaciones de la sociedad civil, que sirven de vehículo a una mayor participación ciudadana en muchos campos de la actividad social que antes estaban reservados al Estado. Sin ir más lejos, en las Asambleas Generales de la OEA ya recibimos y escuchamos a más de ciento cincuenta delegaciones de la sociedad civil, de las muchas que hay en América Latina y el Caribe. Esa también es una manifestación de compromiso democrático y otra expresión de la intensificación de la democracia que se está practicando en la región.
Este es el marco en el que podemos dialogar y buscar nuevas formas de desarrollo de la cooperación para la democracia entre nuestras dos regiones, a diez años de la primera reunión de nuestros jefes de gobierno en Río de Janeiro.
En la base de esa posible cooperación está el hecho esencial que en Europa y las Américas compartimos principios y valores. La democracia y los derechos humanos son los principales entre ellos y sirven de fundamento no sólo a nuestra cooperación sino al conjunto de nuestras relaciones. Esa noción de principios y valores compartidos es la que ha estimulado nuestro diálogo, que se ha intensificado durante los últimos años. Comenzó con las Cumbres Iberoamericanas de Jefes de Estado y de Gobierno hace ya casi veinte años y fueron seguidas luego por las Cumbres de Jefes de Estado de América Latina, el Caribe y la Unión Europea, cuyo inicio hace una década estamos recordando hoy. La creación de la Secretaría General Iberoamericana durante la décimo tercera Cumbre Iberoamericana en 2003 fue un momento culminante de la intensificación de este diálogo, porque ha significado su institucionalización y la garantía de que habrá seguimiento y control de la aplicación de los acuerdos y decisiones de nuestros mandatarios.
¿Cuáles deben ser, en ese contexto, las áreas prioritarias para nuestra cooperación para la democracia?
Creo que la Carta democrática Interamericana puede servirnos como orientación en este terreno. Si uno atiende a cada uno de los elementos que la Carta define como esenciales para la democracia, encuentra a la vez progresos y limitaciones: el respeto a los derechos humanos es notoriamente mayor que hace apenas dos décadas, pero subsisten limitaciones como el abuso policial, la situación infrahumana de las cárceles, la violencia contra las mujeres, o la discriminación hacia grupos vulnerables. La transparencia y la probidad han sido objeto de legislaciones especiales en numerosos países y existe en general mayor control del ejercicio de la autoridad; mientras en otros se manifiesta aún la ausencia de controles, el desprecio por la oposición y el abuso de la autoridad. Han existido reformas judiciales de importancia, pero el acceso a la justicia es aún limitado y sesgado a favor de los grupos de mayores ingresos.
Si fijamos nuestra atención en las limitaciones, se desprende naturalmente que un área principal de cooperación para la democracia entre nosotros debería ser aquella en la que radica uno de los mayores problemas de la región de América latina y el Csribe: la gobernabilidad. Porque, y voy a insistir en ello, tanto o más importante que el origen democrático de nuestros gobiernos es la forma como se gobierna y ya hemos visto que en ese terreno tenemos un déficit importante.
Lo cierto es que muchos países de la región no están en condiciones de exhibir leyes básicas o instituciones formalmente capaces de sacar adelante políticas públicas. De igual manera, muchos gobiernos no están dotados de los instrumentos necesarios para gobernar: no tienen instrumentos adecuados para proveer los servicios de educación, salud, protección del medio ambiente, seguridad pública y otros que contribuyen a igualar las oportunidades entre nuestros ciudadanos. La relación entre los poderes del Estado muchas veces es vaga y propiciadora de diferencias y aún de conflictos y todos estos poderes sufren atrasos importantes en sus procesos de incorporación de tecnologías y procedimientos que les permitirían hacer más eficientes sus procesos y más eficaz su función.
Otra orientación útil para nuestra cooperación en materia de democracia surge de la información que ha generado un proyecto que desarrollamos en la OEA durante el año pasado. Se trató de un proyecto de cooperación sobre “Democracia y Desarrollo” que realizamos con IDEA Internacional, en el marco del cual hicimos consultas regionales acerca de las percepciones del rol de la Unión Europea en la construcción de la democracia en América Latina y el Caribe. Una de las conclusiones principales de esas consultas fue que la definición de democracia necesita ser ampliada para hacer más eficaz ese rol de la UE. Se destacó en particular –muy en consonancia con lo planteado por la Carta Democrática Interamericana- que la construcción de la democracia necesita progresar del “elegir democráticamente” al “gobernar democrática y efectivamente”. Por ello la concepción misma de la democracia debe ir más allá de procesos eleccionarios para abarcar temas como el combate a la corrupción, la separación de poderes y la independencia del poder judicial, la promoción de igualdad de género y la libertad de expresión. La idea esencial que se encuentra detrás de esta concepción es que la democracia sin prosperidad no es sustentable.
La intensificación de nuestra cooperación para la democracia debería tener en cuenta estos conceptos. El mismo informe sugiere que la Unión Europea y cada uno de sus países deberían considerar a la democracia bajo este prisma cuando definen los términos de su cooperación con las Américas. Específicamente se plantea que la definición de la democracia como objeto de la cooperación debe ir más allá de los procedimientos electorales y entrar en sintonía con las definiciones contenidas en la Carta Democrática Interamericana. El informe de IDEA Internacional sugiere también que una más estrecha coordinación entre las distintas áreas de política de la UE que se ocupan de la construcción de la democracia, como las de la cooperación al desarrollo y la Política Externa Común y de Seguridad, contribuirán a que sus esfuerzos sean más efectivos en el apoyo a la democracia en las Américas.
En otras palabras, para proveer un apoyo más efectivo a la democracia en las Américas, la UE debe hacer un doble esfuerzo: fortalecer la estabilidad institucional y trabajar en los problemas subyacentes a la pobreza y la desigualdad. La cooperación de la UE será eficaz sólo si nuestros ciudadanos logran ver que la democracia se traduce en una mejor calidad de vida, mejor cobertura médica, mejor educación, mejor seguridad personal y mejores instituciones de gobierno, entre otros beneficios tangibles.
Estoy convencido que podremos avanzar mucho en los próximos años en nuestra cooperación en el ámbito del fortalecimiento de la democracia. De hecho ya se están produciendo avances muy importantes que vale la pena destacar aquí. En particular quiero recalcar la importancia de los “Acuerdos de Asociación” que se están negociando desde el año 1999 con el Mercosur y desde 2006 con América Central y miembros de la Comunidad Andina. A diferencia de acuerdos regionales previos, éstos incluyen a la democracia y la protección de los derechos humanos como objetivos centrales y básicos. Se trata de entendimientos amplios que, además del aspecto económico, incluyen temas culturales, políticos y de cooperación en el marco de tres pilares: el diálogo político, la cooperación y el intercambio comercial.
Es muy estimulante ver además que, después de muchas negociaciones, los acuerdos de asociación entre la UE y Colombia y Perú fueron concluidos exitosamente el mes pasado. Es posible que dentro de poco el acuerdo de Asociación con América Central pueda alcanzar también su fase de conclusión; de hecho se espera firmar ambos acuerdos en mayo próximo en el marco de la Cumbre UE – Latinoamérica y el Caribe en Madrid.
Debo repetir que nuestra región ha avanzado en el ejercicio de la democracia. Sin embargo los acontecimientos del pasado año y toda la experiencia acumulada muestran que estas democracias, en algunos casos, son imperfectas en su ejercicio. Debemos hacerlo mejor y podemos hacerlo mejor. La cooperación con la Unión Europea puede ser una formidable ayuda para alcanzar ese objetivo. Por ello debemos seguir trabajando juntos, en el marco de los principios y valores que compartimos.
Muchas gracias.